La contaminación constituye hoy la principal causa de enfermedades y muertes a escala global: provoca 9 millones de defunciones al año –lo que supone un 16% del total mundial, y el triple que el SIDA, la tuberculosis y la malaria juntos– (Landrigan y otros, 2018). En muchos lugares del planeta, la contaminación va en aumento.
Este problema también es una importante causa de discapacidades del desarrollo: lesiones que perjudican la salud y la capacidad de aprendizaje de los niños, además de reducir sus ingresos a lo largo de la vida. La exposición a la contaminación durante los primeros 1000 días de vida (desde la concepción hasta los 2 años de edad) resulta especialmente peligrosa, pues en esta fase del crecimiento los órganos atraviesan complejos procesos de desarrollo que se pueden ver trastornados con facilidad. Durante estos primeros 1000 días, incluso unos niveles de contaminación bajos pueden retrasar el crecimiento, aumentar el riesgo de enfermedades y provocar daños duraderos en el cerebro, los pulmones, los órganos reproductivos y el sistema inmunológico (Landrigan y Etzel, 2013).
La contaminación atmosférica, sobre todo la formada por partículas finas, constituye un peligro en todo el mundo. Si una madre se ve expuesta a dichas partículas durante el embarazo, es posible que el cerebro del niño sufra lesiones que lleven a una disminución de la inteligencia, una menor capacidad de atención y un mayor riesgo de trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH) (Perera y otros, 2014). Asimismo, aumenta el riesgo de nacimiento prematuro o con bajo peso, otros dos factores que pueden provocar discapacidades del desarrollo (Woodruff y otros, 2007). Cuando la exposición a la contaminación atmosférica tiene lugar durante la primera infancia, los pulmones sufren daños que se traducen en asma, pulmonías y enfermedades pulmonares crónicas (Gauderman y otros, 2015).
La contaminación química es otro factor de riesgo. En los últimos 50 años se han inventado más de 140 000 sustancias químicas y pesticidas, y embarazadas y niños pequeños se ven expuestos a diario a los productos químicos presentes en el aire, el agua, los bienes de consumo y los alimentos (Landrigan y Goldman, 2011). En las supervisiones rutinarias se detectan cientos de contaminantes químicos en los cuerpos de todas las personas (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, 2017). Hay sustancias químicas de uso habitual que son tóxicas para el desarrollo de los niños y, como no existe una legislación severa al respecto, otros cientos de productos no se han sometido aún a pruebas para garantizar que sean inocuos, por lo que se desconocen sus efectos reales sobre la salud infantil (Landrigan y Goldman, 2011).
Los contaminantes neurotóxicos (sustancias químicas que provocan daños silentes en el cerebro de los niños) constituyen una amenaza especialmente grave (Grandjean y Landrigan, 2014), como ocurre con el plomo. Basta exponerse a niveles muy bajos durante la gestación y la primera infancia para sufrir las consecuencias: reducción del cociente intelectual y de la capacidad de aprendizaje en la infancia, aumento de la delincuencia en la adolescencia y mayor riesgo de cometer crímenes violentos en la edad adulta (Needleman y otros, 1979). La exposición temprana a otros contaminantes neurotóxicos como los pesticidas organofosforados, el mercurio, los materiales ignífugos bromados y las sustancias químicas de los plásticos (ftalatos y bisfenol A) está asociada a dificultades de aprendizaje, el TDAH, los trastornos del comportamiento y el autismo. Una cuestión importante aún por resolver es si hay más sustancias químicas que se usan actualmente y cuyo riesgo para la salud infantil no esté reconocido porque no se han realizado pruebas (Grandjean y Landrigan, 2014).
De los miles de sustancias químicas disponibles en el mercado, solo 12 han revelado su neurotoxicidad para el desarrollo de los niños, pero otras 200 pueden ser neurotóxicas para trabajadores adultos, y 1000 se han revelado como neurotóxicas en experimentos con animales. Desconocemos cuántas de las sustancias químicas de uso habitual que aún no se han sometido a pruebas son perjudiciales para el cerebro infantil.
El gran peligro de la exposición a la contaminación en la primera infancia es que puede socavar el trabajo realizado en favor del desarrollo de los niños mediante la mejora de la nutrición, el aprendizaje temprano y la atención sanitaria. Dado que la contaminación reduce el potencial de aprendizaje de los pequeños y su capacidad de desarrollarse y crecer, los condena a padecer enfermedades y a vivir en la pobreza durante generaciones.
La Comisión sobre Contaminación y Salud de The Lancet ha hecho un llamamiento a los alcaldes y jefes de Estado, así como a las organizaciones internacionales, benéficas y de la sociedad civil para que aborden el tan descuidado problema global de la contaminación y para que consideren prioritaria la prevención de las discapacidades que esta provoca (Landrigan y otros, 2018). Ya existen los instrumentos necesarios para controlar la contaminación, se han implantado a gran escala y han demostrado ser rentables; ahora se pueden utilizar en todo el mundo. La batalla por el control de la contaminación se puede ganar. Es vital para proteger la salud de los niños de hoy y el bienestar de las generaciones futuras.
Las referencias bibliográficas aparencen en la versión PDF del artículo.
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